Catequesis - “Curar el mundo”: 3. La opción preferencial por los pobres y la virtud de la caridad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La pandemia ha dejado al descubierto la difícil situación de los pobres y la gran desigualdad que reina en el mundo. Y el virus, si bien no hace excepciones entre las personas, ha encontrado, en su camino devastador, grandes desigualdades y discriminación. ¡Y las ha incrementado!
Por tanto, la respuesta a la pandemia es doble. Por un lado, es indispensable encontrar la cura para un virus pequeño pero terrible, que pone de rodillas a todo el mundo. Por el otro, tenemos que curar un gran virus, el de la injusticia social, de la desigualdad de oportunidades, de la marginación y de la falta de protección de los más débiles. En esta doble respuesta de sanación hay una elección que, según el Evangelio, no puede faltar: es la opción preferencial por los pobres (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium [EG], 195). Y esta no es una opción política; ni tampoco una opción ideológica, una opción de partidos. La opción preferencial por los pobres está en el centro del Evangelio. Y el primero en hacerlo ha sido Jesús; lo hemos escuchado en el pasaje de la Carta a los Corintios que se ha leído al inicio. Él, siendo rico, se ha hecho pobre para enriquecernos a nosotros. Se ha hecho uno de nosotros y por esto, en el centro del Evangelio, en el centro del anuncio de Jesús está esta opción.
Cristo mismo, que es Dios, se ha despojado a sí mismo, haciéndose igual a los hombres; y no ha elegido una vida de privilegio, sino que ha elegido la condición de siervo (cfr. Fil 2, 6-7). Se aniquiló a sí mismo convirtiéndose en siervo. Nació en una familia humilde y trabajó como artesano. Al principio de su predicación, anunció que en el Reino de Dios los pobres son bienaventurados (cfr. Mt 5, 3; Lc 6, 20; EG, 197). Estaba en medio de los enfermos, los pobres y los excluidos, mostrándoles el amor misericordioso de Dios (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2444). Y muchas veces ha sido juzgado como un hombre impuro porque iba donde los enfermos, los leprosos, que según la ley de la época eran impuros. Y Él ha corrido el riesgo por estar cerca de los pobres.
Por esto, los seguidores de Jesús se reconocen por su cercanía a los pobres, a los pequeños, a los enfermos y a los presos, a los excluidos, a los olvidados, a quien está privado de alimento y ropa (cfr. Mt 25, 31-36; CIC, 2443). Podemos leer ese famoso parámetro sobre el cual seremos juzgados todos, seremos juzgados todos. Es Mateo, capítulo 25. Este es un criterio-clave de autenticidad cristiana (cfr. Gal 2,10; EG, 195). Algunos piensan, erróneamente, que este amor preferencial por los pobres sea una tarea para pocos, pero en realidad es la misión de toda la Iglesia, decía San Juan Pablo II (cfr. S. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 42). «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres» (EG, 187).
La fe, la esperanza y el amor necesariamente nos empujan hacia esta preferencia por los más necesitados,[1] que va más allá de la pura necesaria asistencia (cfr. EG, 198). Implica de hecho el caminar juntos, el dejarse evangelizar por ellos, que conocen bien al Cristo sufriente, el dejarse “contagiar” por su experiencia de la salvación, de su sabiduría y de su creatividad (cfr. ibid.). Compartir con los pobres significa enriquecerse mutuamente. Y, si hay estructuras sociales enfermas que les impiden soñar por el futuro, tenemos que trabajar juntos para sanarlas, para cambiarlas (cfr. ibid., 195). Y a esto conduce el amor de Cristo, que nos ha amado hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1) y llega hasta los confines, a los márgenes, a las fronteras existenciales. Llevar las periferias al centro significa centrar nuestra vida en Cristo, que «se ha hecho pobre» por nosotros, para enriquecernos «por medio de su pobreza» (2 Cor 8, 9).[2]
Todos estamos preocupados por las consecuencias sociales de la pandemia. Todos. Muchos quieren volver a la normalidad y retomar las actividades económicas. Cierto, pero esta “normalidad” no debería comprender las injusticias sociales y la degradación del ambiente. La pandemia es una crisis y de una crisis no se sale iguales: o salimos mejores o salimos peores. Nosotros debemos salir mejores, para mejorar las injusticias sociales y la degradación ambiental. Hoy tenemos una ocasión para construir algo diferente. Por ejemplo, podemos hacer crecer una economía de desarrollo integral de los pobres y no de asistencialismo. Con esto no quiero condenar la asistencia, las obras de asistencia son importantes. Pensemos en el voluntariado, que es una de las estructuras más bellas que tiene la Iglesia italiana. Pero tenemos que ir más allá y resolver los problemas que nos impulsan a hacer asistencia. Una economía que no recurra a remedios que en realidad envenenan la sociedad, como los rendimientos disociados de la creación de puestos de trabajo dignos (cfr. EG, 204). Este tipo de beneficios está disociado por la economía real, la que debería dar beneficio a la gente común (cfr. Enc. Laudato si’ [LS], 109), y además resulta a veces indiferente a los daños infligidos a la casa común. La opción preferencial por los pobres, esta exigencia ético-social que proviene del amor de Dios (cfr. LS, 158), nos da el impulso a pensar y a diseñar una economía donde las personas, y sobre todo los más pobres, estén en el centro. Y nos anima también a proyectar la cura del virus privilegiando a aquellos que más lo necesitan. ¡Sería triste si en la vacuna para el Covid-19 se diera la prioridad a los ricos! Sería triste si esta vacuna se convirtiera en propiedad de esta o aquella nación y no sea universal y para todos. Y qué escándalo sería si toda la asistencia económica que estamos viendo —la mayor parte con dinero público— se concentrase en rescatar industrias que no contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común o al cuidado de la creación (ibid.). Hay criterios para elegir cuáles serán las industrias para ayudar: las que contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común y al cuidado de la creación. Cuatro criterios.
Si el virus tuviera nuevamente que intensificarse en un mundo injusto para los pobres y los más vulnerables, tenemos que cambiar este mundo. Con el ejemplo de Jesús, el médico del amor divino integral, es decir de la sanación física, social y espiritual (cfr. Jn 5, 6-9) —como era la sanación que hacía Jesús—, tenemos que actuar ahora, para sanar las epidemias provocadas por pequeños virus invisibles, y para sanar esas provocadas por las grandes y visibles injusticias sociales. Propongo que esto se haga a partir del amor de Dios, poniendo las periferias en el centro y a los últimos en primer lugar. No olvidar ese parámetro sobre el cual seremos juzgados, Mateo, capítulo 25. Pongámoslo en práctica en este repunte de la epidemia. Y a partir de este amor concreto, anclado en la esperanza y fundado en la fe, un mundo más sano será posible. De lo contrario, saldremos peor de esta crisis. Que el Señor nos ayude, nos dé la fuerza para salir mejores, respondiendo a la necesidad del mundo de hoy.
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