Multiculturalidad vs. Secularismo: Apuntes con pretexto de la sucesión presidencial en Colombia
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Multiculturalidad vs. Secularismo: Apuntes con pretexto de la sucesión presidencial en Colombia

Por Abraham Hawley Suárez


En días pasados, Gustavo Petro asumió el cargo de presidente de la República de Colombia. Se trata del primer mandatario proveniente de la izquierda en el país sudamericano, y el viraje que su administración pretende implementar fue puesto de manifiesto desde su toma de posesión. Las ceremonias que oficializaron el inicio del nuevo gobierno estuvieron plagadas de simbolismos que comunicaron las luchas y reivindicaciones que impulsan la agenda del petrismo. Se trata de gestos que alteraron sutil, pero disruptivamente los protocolos que forman parte de la sucesión presidencial en este país. Quisiera aprovechar este espacio para mostrar cómo algunos de ellos pueden servir como instancias que evidencian la tensión latente que existe entre el discurso del secularismo y el de la multiculturalidad.



En días previos al acto oficial de sucesión, Petro participó tanto de una “posesión ancestral” como de una “posesión espiritual y popular”. En estas ceremonias, representantes de comunidades indígenas, afrodescendientes, y líderes étnicos y sociales le entregaron objetos tales como bastones de mandos, así como el “mandato popular que recoge el sentir del pueblo”. Ambos actos tienen el sello particular de pluralidad, multiculturalidad e indigenismo que Gustavo Petro y Francia Márquez han buscado imprimir en su propuesta política. Sin embargo, estos episodios también recuerdan a otros similares en los que han participado mandatarios de América Latina (incluso de la misma Colombia), como Juan Manuel Santos, Evo Morales y Andrés Manuel López Obrador.


En el caso de este último, la “toma de bastón de mando” de la que AMLO participó luego de su toma de protesta llevó a algunos especialistas en laicidad a advertir que el mandatario mexicano habría vulnerado el Estado laico al contravenir el art. 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, que indica que las autoridades no pueden asistir con carácter oficial a actos religiosos de culto público. El razonamiento secularista de este tipo de normatividades no solo busca prevenir un uso instrumental por parte de la clase política de las tradiciones de ciertos grupos. Sobre todo parte del presupuesto básico de que los Estados seculares se sostienen en un régimen de gobernanza neutral en materia de cosmovisiones. En el caso específico de un régimen de laicidad, se asume que las instituciones políticas ya no están legitimadas por elementos religiosos sino por la soberanía popular.


En su momento, yo proponía como una posible lectura que ceremonias como las anteriormente referidas, en efecto, parecen atentar contra la supuesta neutralidad del Estado en materia de cosmovisiones. Sin embargo, consideraba que precisamente la intención de estos actos era la de no ser neutral. Por el contrario, buscan tomar partido al tratar de incluir y entrar en diálogo (mediante su cultura) con grupos que históricamente han sido excluidos y vulnerados. Ahora bien, es natural que estos eventos generen alarma entre quienes suscriben la posición secularista de que el lugar legítimo de la religión es el de las creencias y la conciencia privada. Bajo dicha perspectiva, ceremonias simbólicas como las aquí referidas pueden ser percibidas como sospechosamente “religiosas”, y por ende, como parte de la amenazante tendencia por la cual la religión habría expandido su presencia en la política de nuestro subcontinente durante las últimas décadas.


No obstante, algunas de las reflexiones provenientes del aún joven debate académico conocido como “secular studies” nos ofrecen una relectura interesante del fenómeno que vale poner sobre la mesa. Este cuerpo de literatura parte, entre otras premisas, de la problematización de las concepciones convencionales del secularismo como la separación entre la iglesia y el Estado— o de las representaciones “anémicas” de lo secular —como el vaciamiento de lo religioso—. Los autores que articulan esta crítica más bien ven a lo secular como una epistemología (o incluso como una tradición discursiva) que implica cambios fundamentales en las concepciones del ser, el tiempo, el espacio, y la ética, así como sensibilidades, esquemas de percepciones y jerarquización de los sentidos particulares. En este sentido, más que como la sustancia remanente que queda cuando la religión se retrotrae de la vida social, lo secular implica una regulación sin precedentes en la historia sobre lo que se considera “religioso”. Los estudios seculares no solo ponen en evidencia la ambigüedad del binario secular/religión —esquema codificador básico del proyecto civilizatorio de la modernidad occidental—, sino que también apuntan a su carácter racializado y a su implícita afinidad con una cosmovisión cristiana (especialmente protestante) de la realidad que privilegia las cuestiones de creencias privadas. A la crítica se suma la desreificación de los términos que se asumen como los elementos a priori de la organización de las sociedades modernas (lo público como distinto de lo privado y lo político como separado de lo religioso), explicando los mecanismos discursivos del poder que crea estas dimensiones, y que define sus límites y significados.


Aplicar estas claves interpretativas a sucesos como los ocurridos en Colombia nos permite aventurar hipótesis sobre las tensiones que pueden existir entre dos agendas que se suelen asumir como compatibles y facilitadoras de una sociedad democrática e inclusiva: el secularismo y la multiculturalidad. Pudieran ser materia prima para esta discusión el hecho de que las ceremonias simbólicas en las que participó Petro fueron denominadas por su equipo como “espirituales” y “populares”, y no como “religiosas” —lo cual recuerda a la aversión secular a la religión y al uso del término como un contenedor flexible de todo lo malo—, mientras que entre algunos de sus detractores se les calificó peyorativamente como “brujería” —lo cual tiene resonancia con la distinción cristiana entre lo que puede alcanzar el estatus de auténtica religión, y lo que no es más que una idolatría, culto, superstición, etc.—. Es igualmente interesante para el argumento sobre el vínculo entre cristianismo y secularismo que esté previsto que el juramento de toma de protesta de un país laico se pueda plantear legítimamente en nombre de “Dios”, pero que resulte disruptiva la invocación por parte de la vicepresidenta de sus “ancestras y ancestros” (sobre todo si se considera que la “ancestralidad” representa una concepción del pasado ligada al saber de las poblaciones afrodescendientes distinta de la temporalidad mundana de la tradición secular). Considero que la extrañeza que estos gestos de multiculturalismo suscitan para las premisas de un régimen laico nos invitan a reevaluar las afirmaciones sobre la neutralidad del secularismo y, así, propugnar por una representación más inclusiva de una tradición que en otras instancias ha permitido la consecución de derechos y libertades.

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Abraham Hawley es Maestro en Ciencias Sociales con especialidad en Sociología por el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Actualmente es estudiante del programa de PhD in Religious Studies en la Universidad de Santa Bárbara, California, y ostenta la beca Fulbright. Está comprometido con proyectos de educación y divulgación sobre temas religiosos y políticos. Por ejemplo, dictó cursos sobre el sistema político mexicano y sobre opinión pública y propaganda en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. También fundó y todavía participa activamente en el grupo interdisciplinario de jóvenes investigadores de religión en México, Seminario de Intersecciones de lo Religioso (SEMIR).

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