El término pecado viene de largo atrás. Según los entendidos en etimologías viaja del latín peccātum, donde significa “delito o acción culpable”. Se especula que también está relacionado con la raíz indoeuropea ped (pie) relacionado con la noción de “tropezar”. Más interesante aún, de acuerdo con los filólogos, en el latín de origen la palabra es secular (falta menor) y es el cristianismo el que la introduce en el sentido de “pecado religioso”. No obstante, la noción puede encontrarse en su sentido religioso en otras lenguas, por ejemplo, en el Antiguo Testamento: “Contra ti, contra ti solo pequé” (Sal 51, 4).
En su uso más común solemos entender el pecado en un sentido análogo, en el que normalmente se destacan dos particularidades: 1) se trata de una acción individual o de la cuál los individuos deben asumir culpa, 2) se define en función de la transgresión de una norma o ley de carácter religioso. Estas presuposiciones no son en sí mismas problemáticas mientras no sostengan una visión simplificadora de la cuestión. Es bien cierto que las acciones son realizadas en última instancia por personas y la observación de ciertas normas es necesaria para comprender la naturaleza de una buena vida.
Sin embargo, en mi apreciación ese no es el fondo del asunto. La intuición fundamental de múltiples religiones, el cristianismo incluido, es que el corazón humano es bueno, pero algo ha ocurrido en el camino. La pregunta es ¿qué? Siguiendo la tradición del Pensamiento Social Cristiano (PSC), el papa Francisco respondió con particular belleza, desplazando la vox populli sobre el pecado (entendido como falta o delito) a una posición alterna:
Los relatos de la creación en el libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo, profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de «dominar» la tierra (cf. Gn 1,28) y de «labrarla y cuidarla» (cf. Gn 2,15). Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en un conflicto (cf. Gn 3,17-19) [Francisco, Laudato Si’: 66]
La cita no podría ser más obvia. De ella podemos desprender dos reflexiones que vienen, en mi interpretación, a matizar las dos premisas antes planteadas. La primera conduce a que el pecado ya no puede ser entendido como un atributo reducible a la acción de uno. Hay algo de eso, pero se trata eminentemente de una relación, en palabras de Francisco, “Esta ruptura es el pecado”. La acción, en todo caso, opera en un contexto relacional en que la alteridad se encuentra instalada. La misma relación es también un contexto de la acción, que ocurre en un mundo de estructuras sociales que prefiguran nuestro ser y nuestro hacer. ¿Qué es una estructura sino un conjunto de relaciones? ¿Podríamos llevar el argumento al extremo de afirmar que no hay pecado que no sea estructural en cierto grado?
La segunda reflexión también se deriva del fragmento antes citado. “La armonía [noción que va a ser enfatizada] entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios” es el origen y la esencia de la ruptura de las relaciones. La norma escrita pasa a ser secundaria, siempre sujeta a contingencia e interpretaciones varias, frente a la búsqueda de la armonía. Ésta última se ha roto en la medida que dejamos de reconocer la idea de Dios en el rostro del otro, como afirmaba Lévinas. Podríamos agregar que, en el pensamiento de Francisco, el otro, por definición es el descartado: la población empobrecida dejada de lado del sistema económico o el mundo en que habitamos, cosificado y reducido a insumo de una industria insaciable. En consecuencia, la relación triple que sugiere hablar de “el Creador, la humanidad y todo lo creado” resulta ser de una naturaleza muy simple, pero infalible: la máxima ética es relacionarnos con el otro de tal forma que pueda reconocerse incluido dignamente en el seno de la totalidad de la que somos parte. Lo contrario es la cultura del descarte, que desdibuja la armonía al romper las relaciones y volvernos ajenos.
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