Parece ser que la palabra “populismo” hoy en día se encuentra en boca de todos. Se lee en titulares de periódicos, se escucha en foros de televisión y hasta se habla en la mesa a la hora de la comida. Parece que hoy en día todas las personas tenemos una opinión sobre el populismo. Para bien o para mal es el tema de conversación. Esto no es del todo malo, cuando se acompaña de una profunda reflexión sobre su naturaleza y las condiciones que le dan forma. En las líneas que siguen pretendo delinear, a muy grandes rasgos, los peligros y las promesas que le acompañan.
La promesa populista nace del mismo espíritu democrático como una sombra que le acompañará persistentemente. El populismo enfatiza un componente central de la democracia: el poder de decisión del pueblo. No es de sorprendernos que en algunos casos ambos términos se usen de forma indistinta. La palabra “democracia” tiene una raíz griega: demos que se podría traducir como “pueblo” y kratos que significa “poder”. Ya desde la antigua Roma se podía percibir esa asimilación, como relata ingeniosamente el cronista Plutarco en su Vidas paralelas a propósito de los tribunos Tiberio y Cayo Graco:
Para hacer sancionar esta ley tomó con gran diligencia sus medidas; una de ellas fue el que, siendo antes costumbre que todos los oradores hablasen vueltos hacia el Senado y hacia el llamado comicio, entonces por la primera vez salió más afuera, perorando hacia la plaza; y en adelante lo hizo así siempre: causando con una pequeña inclinación y variación de postura una mudanza de grandísima consideración, como fue la de convertir en cierta manera el gobierno de aristocracia en democracia, con dar a entender que los oradores debían poner la vista en el pueblo y no en el Senado...
Es en cierta medida factible afirmar que en una época de profunda centralización del poder en unas pocas manos, realeza y nobleza, todo esfuerzo de afirmación de lo popular iba en camino de la democracia. Así los hermanos Graco al apelar al pueblo se convirtieron, desde la óptica de Plutarco, en unos precoces demócratas.
¿Es igualmente válida la equivalencia entre populismo y democracia para las sociedades modernas? Me temo que no.
Aunque hermanos al nacer, populismo y democracia han visto sus caminos bifurcarse. Las democracias modernas ya no consisten únicamente en regímenes de soberanía popular, son ideas y arreglos institucionales complejos en los cuales se combina la participación, la representación y la delegación como mecanismos de toma de decisión. Además, la democracia en nuestros días tiene un apellido particular, el “liberal”. Mientras que el liberalismo es una tradición política de varios siglos de antigüedad y una raigambre filosófica densa de desentrañar, para efectos prácticos significa que los derechos de las minorías no pueden ser sometidos al arbitrio de las mayorías.
El populismo, en cambio, poco ha cambiado. No existe a la fecha una teoría política del populismo, ni puede ser considerada una ideología por su laxitud axiológica (los hay de izquierda o de derecha). Quizá pueda ser mejor entendido como una forma de hacer política en la cual se apela a la “voluntad del pueblo” en búsqueda de legitimidad. De todas formas, obtener una definición formal de poco importa. El populismo es esa clase de fenómenos que nadie sabe describir, pero que indudablemente todos reconocen cuando lo ven de frente.
En el contexto actual, la promesa populista tiene sus blancos y negros. Habrá aquellos que afirmen que el populismo es necesario. Normalmente se trata de pregoneros que denuncian que vivimos en sociedades profundamente desiguales, donde una élite política y empresarial detenta el monopolio de la toma de decisiones, mientras que la mayor parte de la población vive en pobreza o marginación. Todo lo anterior es cierto, o al menos personalmente lo suscribo. En esta línea de argumentación, que Laclau y Mouffe han formalizado, el populismo podría funcionar como un mecanismo discursivo para apelar a una igualdad perdida. La promesa populista descansa sobre el sujeto colectivo “pueblo”, en el que todos los que nos reconocemos somos iguales. Para esta perspectiva, el populismo empodera a los que menos tienen y les permite, en la voz de un líder, redimir la sociedad hacia un destino de justicia social.
Hay quienes, por el contrario, desdeñan la promesa populista bajo la consigna de que el pueblo no sabe lo que quiere, es inculto y poco educado. Gobernar en nombre del pueblo -en su opinión- conduce al despeñadero. Estas voces tienen en parte razón, en cuanto el gobierno de las sociedades contemporáneas involucra infinidad de cuestiones técnicas sobre las que difícilmente se puede esperar que la vox populi esté bien informada. Sin embargo, adolece de un clasismo de fondo donde resuena que sólo los “ilustrados” podrán estar al timón de la nave, misma que tampoco iba en el mejor rumbo bajo su comando. A estos críticos hay que tragarlos con una pizca de sal. Si bien su argumento puede ser cierto bajo casos particulares, en muchas ocasiones encubre una agenda encubierta de conservación del poder político puesta en peligro por los populistas.
A fin de cuentas, un equilibrio sobre lo que pueden decidir las mayorías debe ser ponderado (claro está, excluyendo los derechos de las minorías que deberían ser intocables). Como bien argumentara Ernest Mandel:
No pensamos que ‘la mayoría siempre tenga la razón’ […] Todo el mundo comete errores. Esto es verdad para la mayoría de los ciudadanos, de los productores y de los consumidores, todos juntos. No obstante, habrá una diferencia esencial entre ellos y sus predecesores. En cualquier sistema en el que el poder es desigual […], quienes toman las malas decisiones acerca de la asignación de los recursos raramente son los que pagan las consecuencias de sus errores […] Teniendo en cuenta el hecho de que exista una real democracia política, elecciones culturales reales e información, es difícil creer que la mayoría preferiría ver la desaparición de sus bosques […] o sus hospitales con un número insuficiente de personal antes que corregir los errores de asignación.
Personalmente tengo un problema más sutil con los populismos “realmente existentes”. Mientras que vociferan a todo volumen que su más alto objetivo es empoderar al pueblo, en la práctica suelen remar en sentido opuesto. Cuando se confía en que un solo individuo sea el intérprete de la voluntad popular, en vez de empoderar al pueblo se le está relegando a la posición de un sujeto pasivo, al que sólo se le llama para afirmar con la cabeza. En este sentido el populismo es contraproducente: despolitiza las esferas de toma de decisión. Transmite el mensaje de que “ya alguien se está encargando”, entonces no vale la pena realizar esfuerzos adicionales para construir la sociedad más justa que todos soñamos. La transformación, si la hay, se impone desde arriba y el populismo se convierte en lo que juró destruir: el gobierno de unos pocos, un elitismo o la tecnocracia. Al final del cuento el lobo se viste de cordero.
En la próxima entrada de este blog trataré de ofrecer pistas que en mi reflexión permiten rescatar de forma más productiva el potencial transformador del pueblo del que se alimenta el populismo, desde la democracia deliberativa, pasando por la economía popular hasta la ecología de los pobres. Ideas sueltas que espero hagan sentido…
Alejandro Aguilar Nava
Dudas y comentarios siempre bien recibidos al final de la página o al correo de alejandro.aguilar@imdosoc.org
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