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La performatividad salvadora a la luz del Triduo Pascual

Actualizado: hace 4 días

Luis Gustavo Meléndez G.

 

El triduo pascual que acabamos de celebrar nos plantea aquello que Hans Waldenfells ha mencionado en su Teología Fundamental Contextual como una realidad “estético performativa”, esto es, una manera de entender el misterio pascual “desde la perspectiva del mundo, [como] un concepto perceptivo y en este sentido, un concepto estético” (209). La performatividad teológica que trataré de plantear en esta columna se aleja de la propuesta política de J. Butler para centrar mi postura en lo que desde una perspectiva lingüística ha planteado J. Austin, y desde el plano teológico, tanto Hans Urs von Balthasar  como H. Waldenfells nos han aportado con sus sesudas explicaciones. En pocas palabras, por performatividad teológica, en esta pequeña reflexión nosotros entendemos que tanto los elementos litúrgicos como el lenguaje teológico no se limitan a querer decirnos algo sobre el Misterio de Dios, más bien, tanto los signos litúrgicos como el lenguaje teológico, expresan una manera plausible de hacer cercana y viva la experiencia del Misterio del Dios que nos Salva. En este sentido, los objetos, los colores, las palabras de la liturgia del triduo pascual  no solo describen una acción salutífera de Dios, sino que también la realizan: en esto consiste la performatividad teológica del Triduo Pascual. En este sentido, la performatividad del Triduo Pascual conlleva una posibilidad no solo de percibir, sino de contemplar y dejarnos compenetrar por aquellos acontecimientos que vivimos-celebramos en los días santos.  Esta estética de lo performativo abre nuevas vías de comprensión de lo que implica el misterio de nuestra salvación

 

¿Qué es lo que percibimos en la liturgia del Triduo Pascual?

 

En la liturgia del jueves santo celebramos la institución de la Eucaristía, el signo vivo con el que Jesús mismo, en un acto de amor donante quiere darse de una vez y para siempre a nosotros, hermanos suyos, y con él y en él, hijos amados del Padre a quien nos unimos en la dynamis del Espíritu Santo, fuerza amorosa de la caritas divina. En la performatividad del jueves santo, encontramos que son la celebración eucarística (fiesta de acción de gracias), oblación donante y la memoria viva aquello que ocurrió está y sigue aconteciendo hoy aquí, con nosotros. Estos son los elementos performativos que nos permiten vislumbrar el misterio que se nos da como ofrenda saludable: su cuerpo y su sangre, “qui pro vobis et pro multis efundetur in remissionem peccatorum”.

 

Por su parte, el viernes santo nos remite a lo que, aparentemente, pudiera parecer algo diametralmente opuesto a lo celebrado un día anterior. Si en el jueves santo, el recinto sagrado (templo) y particularmente el altar son bellamente decorados con flores, en donde el blanco (y el dorado) resalta entre la paleta de colores, en el viernes hay un giro tanto en la estética como en la dramática teológica (Hans Urs von Balthasar) de la liturgia propia del día. El color ya no es blanco sino rojo, evocando la sangre derramada y el amor con el que el Hijo acepta la cruz. El templo y el altar se han despojado de todo ornato, el altar, (signo de Cristo mismo que se presenta como sacerdote, ofrenda y altar) se manifiesta ante nosotros desnudo, tal como el cuerpo de Jesús cuelga del madero, y como el cuerpo del injustamente muerto yacerá en el sepulcro. El silencio y la desnudez son las imágenes potentes del viernes santo que desde su ‘no decir’ nos hablan del acto de amor donante, en donde la muerte nos confronta y nos cuestiona, pero en donde ella no tiene la última palabra.

 

Pasamos así de una performatividad festiva, a otra en donde la desnudez, el silencio y la noche se presentan como las imágenes que a partir de la peculiaridad de su lenguaje apofático, nos adentran con Cristo en la soledad de la noche, en donde otro encuentro nos depara. Con todo, el silencio y la oscuridad del viernes santo parecen ser un lenguaje propedéutico que nos invitan a pasar de la apófasis (negatividad) a la katafasis (la afirmación positiva). Si como dice Joseph Ratzinger en las Meditaciones sobre la semana santa, en  el “Viernes Santo podíamos mirar aún al traspasado” (p. 16), aquella herida reparadora del costado de Cristo nos ha conducido al sepulcro, pero no para radicar ahí perpetuamente, la pesada piedra ha sido movida para dejarnos ver que el sepulcro está vacío.


La paradoja es maravillosa, la herida de muerte es a un mismo tiempo la herida que nos conduce al corazón vivo del crucificado. El vacío del sepulcro no conlleva a un nihilismo ateo, antes bien, el vacío se vuelve un abismo fundamentador, aquello que, mediante la mandorla, los medievales suponían como el espacio intersticial, como el seno mismo de la divinidad.

Museo Nacional de Arte de Cataluña Fresco (620 x 360 x 180 cm)
[Pantocrator, anónimo del S. XII Museo Nacional de Arte de Cataluña Fresco (620 x 360 x 180 cm.]
[Miniatura, libro de horas medieval]
[Miniatura, libro de horas medieval]

Si pensamos en una obra plástica contemporánea que, por la vía analógica, nos permita analizar esta fuerza de la mandorla como espacio vital sagrado, habría que acudir a una de las obras del británico-hindú Anish Kapoor (The Healing of St Thomas, 1989).

[The Healing of St Thomas, 1989.  Madera, fibra de vidrio y pigmento. Dimensiones variables]
[The Healing of St Thomas, 1989.  Madera, fibra de vidrio y pigmento. Dimensiones variables]

La expresión plástica en Kapoor no busca ilustrar el pasaje evangélico del encuentro de Jesucristo resucitado con Tomás el incrédulo. Sin embargo, el título de la obra nos recuerda el momento extraordinario en que Tomás introduce su dedo en la llaga del costado de Cristo. Pero la obra, aunque acoge la profunda significación de aquel momento, pasa por alto su contexto histórico concreto. Sin embargo, el elemento performativo y narrativo permanece en virtud del potente simbolismo del motivo que se expone ante la mirada de quien lo observa. El motivo desnudo del corte en la pared quiere dotar al elemento narrativo concreto de una dimensión significativa más amplia, quiere recordarnos que la potencia de lo simbólico no se agota en su comprensión literal. El poder curativo de la herida lo proporciona la obra de arte en la medida en que ésta cumple, para Kapoor, una ‘función religiosa’, como el mismo artista lo entendía; se trata de una necesidad de proceder a la “separación del objeto de su objeto para unirlo con el espacio” (Anish Kapoor, Marsyas. Catálogo de la Exposición, p. 13). Desde dicha función religiosa que se está asignando a la obra de arte, se está haciendo un llamado a la sanación de todo aquel que participe de ella. Como mencionaba al extrapolar mi reflexión con este ejemplo artístico, la analogía nos permite comprender que la herida del costado de Cristo, la desnudez del altar, el silencio y soledad del sepulcro vacío, se convierten en potentes metáforas de aquello que conviene a nuestra salvación y que, dada su radicalidad, difícilmente podemos comprender si no es mediante un itinerario que, al estilo de los místicos, nos haga pasar por una etapa purgativa (muerte al viejo yo) que nos permita acceder purificados (renovados) a una etapa de renacimiento al igual que Nicodemo (Jn 3,3).

 

Esta incomprensión está perfectamente expresada en el relato evangélico que meditamos el domingo de resurrección (Jn 20, 1-9) y que, a mi parecer, es necesario ampliar la lectura a lo largo de todo el capítulo veinte del cuarto evangelio. Lo que se nos relata entre los versos 11 a 18 del citado capítulo 20 de Juan, narran la belleza de un encuentro que supera todo intento de comprensión: por qué llorar cuando al que se da por muerto está vivo, aun y cuando, hasta ese momento, la única prueba de ello es un sepulcro vacío.

 

El relato pareciera poner en escena un telón ya conocido, el del Cantar de los cantares: una mujer que busca a su amado, de manera especial en medio de los prados (jardín), preguntando al hortelano “¿habéis visto al que ama mi alma?”, versos que siglos después San Juan de la Cruz expresaría bellamente en su Cántico Espiritual: “si por ventura vierdes aquél que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero”. Un jardín, un hortelano, una mujer que busca a su amado, y de pronto, el reconocimiento.

 

El vacío, el silencio, la oscuridad de la noche vencida apenas por una temprana mañana del primer día de la semana, que apenas se ponía en pie, la ausencia, las palabras de la mujer que clama: “se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto… si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré” (Jn 20, 13. 15). Todas estas son potentes imágenes (no porque representen meramente algo, sino imágenes en el sentido más pleno, imagen como presencia de aquello que escapa a la representación). Así entendidas, estas imágenes de la vacuidad y de la ausencia, se presentan como potentes metáforas que nos conducen “al descubrimiento de un nuevo lenguaje, que, sin suprimir lo indecible, encuentra en el decir del tópico de la inefabilidad, la libertad necesaria para unos modos de expresión nuevos y absolutamente paradójicos” (Haas, Viento de lo absoluto, p. 63): la paradoja que conlleva comprender que, el que estaba muerto (cruz), ha resucitado (tumba vacía).

 

Esta paradoja se puede resumir en la expresión que el resucitado dice a María cuando esta, al reconocerle, quiere asirse de los pies del ‘Raboni’: ¡Noli me tangere! Por qué no tocar al amado, por qué privarnos de este dulce encuentro. Precisamente porque la nueva presencia del resucitado nos introduce a una lógica distinta, la presencia desde la ausencia. Cercano al sentido expresado por Hans Belting en su ya clásica obra Antropología de la imagen (2007), mi reflexión considera aquí que, un cuerpo en ausencia como el del resucitado, nos permite experimentar la presencia de aquel que pensamos estaría en el sepulcro, y que, sin ser así, se presenta a nosotros como el que ha sido resucitado por el Padre. Esta nueva forma de presencia no requiere ser tocada, antes bien, nos toca a nosotros y lo hace en lo profundo del corazón, dejando huella de ese tocar para siempre. Así lo sugieren los bellos versos del santo de Fontiveros: “¡Oh llama de amor viva,/ que tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!

 

La performatividad teológico-litúrgica de la vigilia pascual y del domingo de resurrección nos dejan claro que, la presencia del resucitado no es una forma ni una aparición momentánea, antes bien es el exceso de amor dado en prenda de salvación, y el acceso a eso que Nancy (Las musas 2008) siguiendo una vasta tradición fenomenológica y teológica, ha llamado, lo abierto, que nosotros podemos entender como lo incondicionado, el horizonte escatológico que se nos abre y conduce a la presencia del Misterio de Amor incondicional.

[Correggio, Noli me tangere. Hacia 1525. Óleo sobre tabla pasada a lienzo, 130 x 103 cm. Museo del Prado]
[Correggio, Noli me tangere. Hacia 1525. Óleo sobre tabla pasada a lienzo, 130 x 103 cm. Museo del Prado]


8 Comments


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