Por David Vilchis
Ver a la política no sólo como una forma de amor, sino como la forma más alta del mismo es quizá uno de los postulados más difíciles de aceptar del Pensamiento social cristiano. Cuando pensamos en política solemos pensar en corrupción o en conflicto, no en amor. No solemos relacionar a la política con el amor, es más, incluso hay autores que llaman a no hacerlo.
Maquiavelo es célebre por “divorciar” la moral de la política. Aunque autores como Isaiah Berlin han señalado que, en realidad, Maquiavelo instauró un pluralismo moral para la política al considerar que la moralidad cristiana era perfecta para la vida privada, pero podía ser caótica para la vida pública, por lo que debía fundarse en la moralidad clásica: virtud, fortuna y gloria.
Siglos más tarde, Weber denunciaría los peligros de dejarse guiar en la política por éticas de convicción, es decir, por principios absolutos e innegociables cuando en política siempre tienes que “ensuciarte las manos”, siempre tienes que estar dispuesto a ceder y a negociar y, lo más importante, a hacerte responsable de las decisiones que tomes en pos del bien común. En otras palabras, el peligro público de la ética de convicción radica en que la defensa férrea de los ideales puede impedir dimensionar la complejidad de las situaciones y a desentenderse de las consecuencias de sus actos bajo la bandera de que se hizo lo que debía hacerse.
Además, no han sido pocos las y los autores que han señalado que uno de los grandes problemas de los sistemas políticos liberales fue el desestimar el conflicto como parte central de la política. Considerando ingenuo el creer que los grandes problemas sociales y políticos podrían solucionarse con recetas técnicas trazadas desde lo alto. Y no solo ingenuo, sino incluso antidemocrático, pues negar el conflicto “es ignorar la naturaleza propia de las sociedades; ignorarlo es pretender que el otro, el que piensa distinto, no existe o no vale la pena ser considerado.” De esta forma, las instituciones políticas pierden sentido cuando dejan de ser espacios de canalización del conflicto y se ven rebasadas y desafiadas por movimientos y expresiones sociales que han quedado fuera de las soluciones institucionales.
Ante este panorama, ¿cómo podemos considerar a la política como la forma más alta del amor? ¿No sería una ingenuidad, una utopía irrealizable? Comprender de esta forma a la política es vislumbrar su potencialidad y verla como el camino para construir una sociedad más justa y garantizar el bien común. En este sentido, el papa Francisco, recordando la doctrina tomista, distingue entre amor elícito y amor imperado. El primero se refiere a todos aquellos actos de amor directos, como las obras de misericordia (dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, visitar al preso, dar posada al migrante, etc.) El segundo se refiere a todos aquellos esfuerzos dirigidos “a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria.” (Fratelli tutti, 186) Es decir, tanto es amor acompañar a la persona que sufre, como todos los esfuerzos que se hacen para transformar las condiciones sociales que provocan y perpetúan ese sufrimiento.
Y es precisamente en este campo donde la política tiene más oportunidad, pues es a través de instituciones más sanas, leyes más justas y estructuras más solidarias que se pueden lograr más y mejores cambios a nivel estructural que atiendan verdaderamente las causas del descarte. No podemos hacer depender la vida de las personas afectadas por estructuras injustas de pecado de buenos actos altruistas, sino que, en solidaridad, hemos de luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda.
Además, en esta visión no se ignora el conflicto, sino que da pautas para atenderlo. Si no vemos al otro como un hermano, como prójimo, corremos el riesgo de verlo como un enemigo al que hay que erradicar. Con amor podemos aprender mejor a escuchar el punto de vista del otro, a hacer las renuncias necesarias y tener la paciencia suficiente para “crear ese hermoso poliedro donde todos encuentran un lugar.” (FT, 190)
Finalmente, es importante subrayar que en el campo de la política no solo juega el Estado y los gobiernos, sino que todas y todos como ciudadanos tenemos la obligación de participar. Sin duda, esta propuesta del Pensamiento social cristiano se encuentra dentro del marco del deber ser y contrasta muchísimo frente a lo que verdaderamente es. Pero con mayor razón debemos encontrar en la situación “enferma” de la política una genuina motivación para redoblar esfuerzos de hacer de ella un medio para la construcción de una sociedad justa, lo cual solo se podrá lograr con la participación de toda la ciudadanía.
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