Quizá las ideas no cambien directamente el mundo, como a algunos nos gustaría creer, pero al menos sientan las bases para entenderlo de forma diferente. En muy buena medida, las injusticias que vivimos son moldeadas por las creencias que compartimos las sociedades, muchas de ellas aprendidas y aceptadas inconscientemente pues parecen inofensivas, pero se encuentran en la base de narrativas que legitiman las injusticias sociales.
Una de ellas es la idea del individuo, tal como se concibe actualmente y se reproduce en multiplicidad de medios de comunicación y discursos públicos. En estas narrativas, se concibe que un individuo es por definición autónomo, autárquico y autosuficiente. Esto significa que es responsable de establecer para sí juicios sobre lo que considera conveniente, que goza de total libertad al tomar sus decisiones, puede ejercerlas libremente. En consecuencia, al cumplir tales requisitos un individuo debe de ser responsable de sus éxitos y fracasos. Es una regla de justicia, afirman sus defensores.
Un ejemplo claro de los efectos perniciosos de ver la realidad bajo estos lentes es la cuestión de la pobreza. Cuando asumimos que todas las personas deben y pueden ser tratadas como individuos, identificamos la situación de pobreza en la que se encuentran algunos como la consecuencia de no haber sido juiciosos o no haber tomado las decisiones adecuadas. Al buscar hacer responsables a dichas personas por su situación, se les niega toda clase de ayuda pública o social. Incluso, hay quienes lo afirman abiertamente: "¡El pobre es pobre porque quiere!", lo que quiere decir, el pobre es pobre porque tomó las decisiones incorrectas, pero no se apuren —nos dicen estos personajes—, hay solución simple a la mano: "¡Que se pongan a trabajar!".
Afortunadamente, podemos encontrar en el pensamiento social cristiano dos conceptos íntimamente ligados que nos permiten desmontar esta visión: la hipoteca y la deuda social. ¿Qué son? ¿Cómo entenderlos? En primer lugar, ambos conceptos están fundados sobre el principio del destino universal de los bienes, definido de forma clara en la carta encíclica Populorum Progressio, donde Pablo VI se permitió citar a san Ambrosio: "No es parte de tus bienes lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos". Este principio moral establece que la tierra ha sido legada a todas las personas, sin distinción alguna, por el hecho mismo de serlo.
El destino universal de los bienes parece entrar en contradicción con la propiedad privada, al igual que otras visiones políticas igualitarias y colectivistas, por ejemplo el comunismo. Sin embargo, es aquí donde entran nuestros dos conceptos. El destino universal de los bienes no niega por principio la propiedad privada, aunque sí los despropósitos de acumulación que observamos en las sociedades modernas. En cambio, la concibe como gravada por una hipoteca social.
En el habla cotidiana, una hipoteca es un préstamo otorgado por una institución —comúnmente un banco— con el cual quien obtiene el dinero puede perseguir la búsqueda de su bienestar. No obstante, de no pagar, la institución emisora de la hipoteca puede ejecutarla, reclamar los bienes puestos en garantía. Utilizada como metáfora, la hipoteca social ilustra la función social de la propiedad privada, ésta constituye el préstamo hipotecario social, que debería ser resarcido. De esta manera, la propiedad adquiere una finalidad; no es un "toma todo lo que puedas y guárdalo como quieras". No debería…
La otra metáfora que nos interesa es la deuda social. Una deuda es un compromiso de pago entre dos personas: el deudo, quien tiene derecho a recibir el pago, y el deudor, quien adquiere el compromiso a efectuarlo. La deuda social, como imperativo moral, es el compromiso con aquellos que menos tienen. Esto parece no ser muy polémico, pero entrar en el detalle del grado de compromiso es una cuestión de fondo.
Una visión diluida de la deuda social no es muy difícil de aceptar, aunque es insuficiente. Puesto que identifica como problema de fondo la pobreza, en sus múltiples manifestaciones, presupone que cualquier ayuda —aunque mínima— hacia quienes se encuentran en esa condición, cumple con su compromiso moral. A veces, bajo esas buenas intenciones aparecen prácticas perniciosas como la dependencia y el asistencialismo.
Una posición más fuerte y muy necesaria —en la opinión del autor— es considerar a la deuda como un complemento de la hipoteca social. En esta visión, aquellos que tuvieron la fortuna de gozar de una alta hipoteca social asumirían el compromiso de restituir en lo posible la igualdad entre la comunidad, pues asumen que es a la totalidad de las demás personas de quienes son deudores. Por lo tanto, la deuda social deja de ser el vago deseo de ayudar y se convierte en el compromiso de aquellos que, por fortuna y azar, contaron con una hipoteca social para restituir la falta de bienes de la casa común a quienes no tuvieron tanta suerte. Quien observa esta concepción fuerte de las deudas sociales entiende que el problema de fondo no es la pobreza, sino la desigualdad que la produce.
Obviamente, los considerandos para reducir la desigualdad son múltiples y las estrategias siguen en debate. No obstante,desde esta trinchera asumimos que es desde las ideas, su discusión e intercambio, desde donde toda búsqueda comienza. En este caso, las metáforas de la hipoteca y la deuda social ayudan a desmontar la idea del individuo totalmente aislado de la sociedad y sus congéneres. Pensar en que somos personas y existimos en relación a los demás permite cimentar la construcción de una sociedad más justa.
Alejandro Aguilar
Investigación IMDOSOC
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