Por Alejandro Aguilar
“¡El capitalismo lo es todo! Está por todos lados”. O, peor aún, “el capitalismo es simplemente inevitable”. En exaltadas apologías, desde los actores políticos a los ídolos culturales, pasando por líderes religiosos, el capitalismo se muestra como una nueva teodicea: vivimos en el mejor de los mundos posibles y es mejor no buscar cambios drásticos. Como resultado, toda acción política radical se encuentra sumida en un profundo letargo.
La historia económica se ha encargado de demostrar que eso no es cierto, que las formaciones económicas capitalistas no son eternas, sino que han prosperado recientemente a partir de procesos de otros géneros como las guerras y el imperialismo. La antropología ha llevado la crítica a un nivel aún más radical al demostrar que incluso en la actualidad persisten algunas comunidades “subdesarrolladas” (el argot que utilizan para denominar las no capitalistas) que se resisten a su encanto.
El resto de las ciencias sociales y humanidades no se han quedado atrás. La sociología se ha cansado de advertir sobre las múltiples consecuencias perversas de la liberalización y desregulación de los mercados en la calidad de vida de las personas. La ciencia política, aunque en buena medida afín al mainstream económico, no ha dejado pasar la incompatibilidad de diseño entre la democracia (por más liberal que se quiera) y las desigualdades que producen los mercados. La filosofía, fuertemente influida desde hace varios siglos por ideales igualitarios, ha rechazado largamente las fundamentaciones mundanas del mundo que gira en torno al dinero.
¿Qué tienen los estudios de la religión que opinar al respecto? ¿Es que ésta aún debe desentenderse de los asuntos terrenales -como algunos suponen- para cuidar únicamente de las almas?
La sociología de la religión y la génesis del capitalismo
De la pluma de Max Weber, la sociología de la religión tiene una polémica hipótesis sobre la relación entre capitalismo y religión. Para el célebre sociólogo alemán, hubo afinidades electivas entre la ética protestante del trabajo y el espíritu del capitalismo. La primera estaba representada por el carácter industrioso de los pequeños burgueses que terminó derivando, como consecuencia no deseada, en el deseo de acumulación que caracterizó a los primeros grandes empresarios de su época.
El argumento de Weber dista de ser un diagnóstico teológico. No hay nada en el protestantismo que explícitamente haga una advocación al capitalismo, sino únicamente la base cultural y espiritual, fundada en la idea de la predestinación, que promovía el éxito material (dinero y riquezas) de los individuos como forma de demostrar que la gracia divina se encontraba de su lado.
La tesis weberiana ha hecho carrera en las ciencias sociales, con tantos proponentes como detractores. No obstante, la verdadera grandeza del texto fue haber identificado un mecanismo cultural mediante el cual la religión y el capitalismo interactúan. Las teologías de la prosperidad, que funcionan casi como esquemas piramidales que prometen la riqueza con la condición de adhesión a un credo, son una de las manifestaciones más burdas (¡pero más actuales!) de las compatibilidades entre los dos ámbitos.
El doble movimiento del discurso conservador
Tampoco es coincidencia que “celebridades” de la farándula, los negocios y la política adjudiquen su buena fortuna a su fe. Me centraré en esta última, aunque sobran ejemplos de las otras dos. Jair Bolsonaro, Donald Trump y Nayib Bukele, por presentar unos cuantos nombres célebres, han hecho uso de un discurso ultraconservador que les ha granjeado altos niveles de popularidad a pesar de tener administraciones cuestionables.[1]
El discurso conservador realiza un doble movimiento ideológico de consideración. Por un lado, la justificación política de la religión es lo que más ha llamado la atención en el ámbito de las democracias liberales que presuponen la separación de la libertad de culto de la participación en política. En el momento en que un líder político normaliza el discurso religioso, pone en riesgo el carácter neutral de lo público.
Curiosamente el otro movimiento ha sido mucho menos criticado, pues viene a compaginarse muy bien con el mismo régimen liberal que por el otro lado atacara. La justificación religiosa de la política puede entenderse como la reafirmación del status quo, las condiciones que permiten que ciertos cambios radicales tengan lugar. El discurso religioso conservador ha servido eficientemente a las élites políticas para negar demandas de redistribución y el mantenimiento de perniciosas desigualdades. Se ha soslayado el papel que juegan estos liderazgos tanto como se pasó por alto el papel de líderes como Ronald Reagan y Margaret Thatcher como moralizadores religiosos de la vida social.
Thatcher solía afirmar que “No hay tal cosa como la sociedad”. Para ella solo habían “individuos, hombres y mujeres, luego las familias y ningún gobierno puede hacer nada al respecto más allá de las personas que miran por sí mismas antes que nada”. De estas famosas declaraciones emana un fuerte tufo a pietismo político, la renuncia a toda transformación política por la transformación personal: “sea usted responsable, no como los pobres” o “no busque justicia social, ¿es acaso comunista?”.[2]
Un camino difícil
La paradoja del doble movimiento nos coloca en una situación difícil a menos que decidamos afrontarla en su complejidad. Es cierto que el uso político de la religión, en cuanto tal, ha estado ligado históricamente a conflictividad social y abusos de poder. Sin embargo, sospecho que esto se debe más que nada a un uso ideológico y dogmático de la misma (al menos para el cristianismo). Al limitar el potencial transformador de la misma a una serie de muletillas moralinas, reducimos su potencial al cuidado de las almas sin importarnos el mundo.
En cambio, estoy convencido de que la espiritualidad religiosa puede emanar una ética humanista y transformadora que ponga en el lugar más alto al prójimo en necesidad. También sostengo que dicha ética mundana se debe alimentar de otras vertientes afines, con las que puede entrar en diálogo reflexivamente, aunque en la vulgata mediática se les presente como contradictorias. En esta línea, su primer cometidos deberá ser desechar las justificaciones prestadas al capitalismo como el mejor de los mundos posibles.
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[1] Trump y Bolsonaro perdieron por pequeños márgenes aún después de mandatos desastrosos para sus respectivos países. Bukele ha combinado el autoritarismo militar con la irresponsabilidad financiera de consecuencias aún por verse para El Salvador. [2] Se le atribuye a Helder Câmara la amarga queja: “Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista”.
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