La palabra ética viene de la voz griega éthos que refiere, dentro de sus múltiples significados a costumbre, comportamiento o carácter. Se considera relativa al producto de los actos y de la personalidad. Como ámbito del pensar, la ética, en su sentido más tradicional, se pregunta por lo bueno (y en consecuencia lo malo), así como por las acciones y comportamientos que nos conducen por ese camino.
Con el paso de los siglos se han formulado una gran variedad de visiones sobre la ética. Encontramos, notablemente, la ética utilitarista formulada en sus orígenes por Jeremy Bentham, filósofo y economista. Esta concepción de la ética se encuentra fundada en la maximización del bienestar. La ética —nos dice Bentham— buscar proveer el mayor bien (la mayor felicidad) y evitar el mayor mal. Tiene un énfasis en la acción individual y una orientación a señalar un ideal.
Todo sería muy fácil si las acciones pudieran decidirse con un simple balance de bienes y males. Sin embargo, frente a esta búsqueda de simplificación surgen los famosos dilemas éticos. Si nos encontráramos frente a la bifurcación de un tranvía enfrente del cual se encuentran, por un lado, una persona amarrada a las vías, mientras que del otro lado son dos… ¿Qué elección tomará nuestro acongojado utilitarista? Probablemente mandar el vehículo por la primera vía.
Desde una posición diferente argumenta Emmanuel Lévinas, filósofo y escritor lituano de origen judío. Marcado por la experiencia del Holocausto Nazi, Lévinas adopta un punto de vista radical. Toda vida es valiosa sin importar necesidad de cálculo. Para él, descubrimos la fragilidad de la vida en la alteridad. El otro es siempre el otro radicalmente distinto, potencialmente amenazante, pero sustancialmente vulnerable. La ética surge en el momento del encuentro cara a cara con el otro. En el rostro del otro descubrimos el mandamiento de no matarlo. Acaso es en el atisbo de sus ojos que se percibe su humanidad.
Una tercera opción la descubrimos en la figura de Hans-Georg Gadamer, filósofo alemán de gran influencia. Recupera la tradición de la hermenéutica como un arte de la interpretación. Para Gadamer, la ética es dialógica y nace de la “fusión de horizontes”: al poner en común nuestras circunstancias y nuestra existencia se construye el acuerdo interpretativo. O para decirlo en coloquial: “hablando se entiende la gente”.
Una aproximación negativa a la ética se pregunta por la naturaleza del mal, útil como estrategia para discernir en reflejo el significado del bien. Hannah Arendt fue una filósofa y teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de religión judía que en 1961 cubrió el juicio de Adolf Einchmann. Éste último era un funcionario Nazi capturado en el exilio por el servicio secreto israelí. En el juicio, argumentó en su defensa que “yo sólo obedecía órdenes”. Arendt reflexiona entonces sobre la banalidad del mal, la forma en que ciertas personas tratan de eximirse de responsabilidades individuales a partir de la renuncia de la responsabilidad de actuar. La ética, podemos inferir, es un imperativo constante.
Para acabar con el recuento de la ética no podemos soslayar la contribución de Michel Foucault. Para el conocido filósofo francés esta constituye una “tecnología del yo”: una ilusión de libertad, componente fundamental del proyecto moderno. Desde su perspectiva, los seres humanos se encuentran sumidos en tramas de significación que influencian y generan la capacidad de agencia (entiéndase su “margen de maniobra”) de los individuos. Si bien resulta atractiva esta formulación también vacía de contenido la pregunta por la ética. ¿Si la ética —se pregunta el nihilista— es una invención moderna para qué ocuparnos de pensar en las acciones buenas?
La política, por el otro lado, también tiene su raigambre. Sin irnos muy atrás en el tiempo, podemos recordar a Carl Schmitt, un jurista, politólogo y filósofo político alemán. También conocido como teórico del nazismo, concibe la política como un tensión amigo-enemigo. En tanto recuperador de la doctrina política de un oscuro general alemán, Karl Von Clausewitz, Schmitt pensaba que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Un combate donde el poder es la meta.
La anterior proposición es inaceptable en tanto deriva en una apología de la violencia. Así lo afirma Chantal Mouffe, filósofa y politóloga belga. Empero, para la autora la política como desencuentro contiene una verdad primordial: se trata de una actividad donde hay intereses discordantes. En sus libros se expresa un intento de domesticación de la política schmitteana para que sea compatible con la democracia. Al hacerlo, busca sustituir enemigo, al que se le busca destruir, por el adversario, al que se le busca derrotar honrosamente y en juego limpio.
Tanto Mouffe como el filósofo francés Jacques Rancière tienen en mente la política como un arte de emancipación. ¿Qué es esta palabrota? La demanda de los que no se reconocen como parte de la totalidad de la sociedad. La política de los excluidos por incluirse. Para Rancière las preguntas de la política son: ¿qué es lo justo y lo injusto? Como podemos lograr que el orden social de cabida a quienes se encuentran fuera. El vehículo privilegiado de la política pasa a ser la demanda, doliente por su ausencia.
Una serie de problemas adicionales podrían colmar la lista de preocupaciones de la política. La política como un problema de acción colectiva. ¿Cómo coordinar la acción para actuar en conjunto en pos del bien común? El problema de definición del bien común. ¿Cómo nos ponemos de acuerdo en sociedades liberales de cuál es la noción de bien común que seguiremos? El problema de ejercicio responsable del poder o, como se le atribuye a Lord Acton: “el poder corrompe… y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Llegados a este punto, pareciera que la respuesta es simple. ¡Hay que conjugar ética y política! La primera en el dominio de lo individual, la segunda en el de lo colectivo. No obstante, se trata de un precario equilibrio del cual muy pocas personas logran hacer gala. Para cerrar, quiero prevenir al lector de dos distorsiones que sobrevienen cuando, en plan simplista, primamos una sobre la otra.
A la primera la llamo “la suspensión política de la ética”. Un ejemplo conocido es Maquiavelo. Al menos en su tratado El príncipe, consideraba la soberanía como un fin válido en sí mismo: "conviene que cuando el hecho le acuse, el resultado le excuse; y cuando el resultado es bueno, como ocurrió en el caso de Rómulo [el asesinato de su hermano], siempre se le absolverá. "Es digna de censura la violencia destructiva, no la violencia que reconstruye". Bajo el cobijo de esta figura, la meditación ética sobre la acción buena o mala se ve eclipsada por un bien superior presuntamente alcanzable. ¿Será que el fin justifica los medios? Weber, quizá una de las mentes más preclaras del siglo pasado criticaba a quienes dejaban llevarse por posturas consecuencialistas extremas, bajo la bandera de la convicción. Les llegó a denominar “racionalistas cósmicos” por su proclividad a pensar que la historia, el destino o algún otro principio metafísico les daría la razón.
A la segunda distorsión, en sentido inverso, la denomino “la suspensión ética de la política”. En el mundo contemporáneo nos vemos constantemente inclinados a tratar de buscar “soluciones biográficas a problemas sistémicos”, en palabras del recién fallecido sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Esto sería posible sólo en un mundo en que estuviéramos aislados y que nuestras acciones no tuvieran consecuencias para los demás. ¡Fantasía de Robinson! Somos seres políticos y en nuestro actuar se expresan tensiones constantes que no pueden resolverse sin contemplar la dimensión colectiva: no hay consumo ético que arregle el capitalismo; no hay ecologismo del baño de 5 minutos que compense las industrias extractivas. La pura ética no nos llevará tan lejos…
¿Cómo reencontrar la ética con la política? Tengo la intuición que a través de la lucha por construir una sociedad más justa. Sé que es una respuesta vaga. Prometo que seguiré cavilando.
Alejandro Aguilar Nava
Preguntas y comentarios siempre recibidos en alejandro.aguilar@imdosoc.org
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