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Alejandro Aguilar

El valioso arte

Actualizado: 15 sept 2023

Por Alejandro Aguilar


En la tradición griega, un “arte[1] refería a una práctica para la que era necesaria cierta habilidad, pues efectuada con “maestría” permitía la transformación del mundo (de ahí la idea de lo “artificial”). Era un “maestro” aquel que dominaba el arte, título que después fue utilizado para denotar cierta categoría dentro de un gremio de artesanos. Así, un maestro alfarero comandaba un taller, donde recibía aprendices a los cuales instruía en su oficio. Posteriormente, la noción del “arte” fue reducida a un ámbito particular de los artificios humanos, aquel en el que la creatividad se pone en juego por el puro efecto de su disfrute. Hablamos, en este punto, del arte tal como lo concebimos actualmente: la música, la pintura, el teatro… Juntas, las clásicas “Bellas Artes”, más las que se han ido acumulando a lo largo de los años, son consideradas la manifestación más clara del intelecto humano. En una civilización obcecada por una materialidad burda, las “obras de arte” alcanzan millones de dólares en subastas y son objeto de intrincadas especulaciones financieras: el triunfo del “arte valioso”.


Esta reducción tan drástica del sentido del arte opera en detrimento de un amplio universo de prácticas que hacen posible la reproducción de la vida cotidiana. Vivimos rodeados de las artes mundanas, aquellas que a fuerza de menosprecio consideramos menos estéticas: una buena comida, un trabajo de albañilería ingenioso, la confección de una bella artesanía[2]… En esta forma de clasificación primaria, en que el hacer de unos pocos se considera valioso y singular, mientras que el de otros muchos prescindible y genérico (al menos bajo las métricas que el mercado expresa), el “arte de enseñar” se encuentra en el fondo del olvido.

Enseñar es un “valioso arte”, que no un “arte valioso”, como podrá comprobar cualquiera que indague los sueldos de los maestros. Sin importar a qué nos dediquemos, lo hemos aprendido de alguien. Desde el más notable pintor, el financiero o el erudito hasta el habilidoso plomero, contador o panadero, no hay atributo socialmente útil que no haya sido transmitido por alguien a quien se le llamó “maestro”. Bien sabemos que no es tarea fácil y en pocas ocasiones es reconocida.

A fin de cuentas, solemos reconocer a la individualidad rutilante pero pocas veces a sus predecesores, a veces igual de brillantes. En la misma tónica monádica hay quienes, bajo el título docente, se encierran en ellos mismos, se arropan en lo que ya saben por poder o por pereza. Esta clase de Maestros (con mayúscula al inicio) no permiten que se olviden sus grados, títulos nobiliarios[3] de una sociedad sin nobleza, representación vacía de una importancia que no se deben. Por el contrario, en el espíritu de la enseñanza el individualismo no tiene cabida. Enseñar es una grácil forma de servir, verbo que siempre implica una relación. Enseñar es servir para florecer: de nada sirve una aptitud latente si no se le riega con el debido cuidado. Además, pues esta es la naturaleza de las relaciones humanas, cuando alguien sirve a otra persona, se sirve a sí mismo: el que enseña termina por aprender tanto como a quien pretende, y así sucesivamente. Bien decía Pablo González Casanova, quien fuera maestro de tantos, "el verdadero profesor es aquel que sigue estudiando y el verdadero estudiante es aquel que también aprende a enseñar".


No obstante, esta apología no debería ser exclusiva del maltratado gremio de los profesionales de la educación (que sin duda la merecen). Ser maestra o maestro es algo así como una filosofía mundana, una forma de estar en el mundo. Un estado de apertura de nuestro ser para compartir lo que somos y lo que hacemos, dejándonos -en el proceso- fertilizar en todo encuentro. Así, la persona plena vive en la provechosa ambivalencia de ser, siempre y en todo momento, estudiante y maestra. Venimos a este mundo a aprender, tanto así que antes de ser humanos, hubo quienes nos lo enseñaron. Nos vamos de este mundo enseñando el camino que hemos trazado a quienes nos siguen el rastro.

_________________________________________________________ [1] Del lat. ars, artis, y este calco del gr. τέχνη téchnē de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española. [2] Sobre la que no dudamos de regatear a la marchante. [3] Como les solía llamar Pierre Bourdieu.

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