Alejandro Aguilar
Sentado frente al escritorio, desde la comodidad de mi mullida silla, me veo instigado comúnmente a caer en la tentación de juzgar sin sentir y de dictar sin conocer. Se trata del adormecimiento, intelectualista, que suele aquejar a todos aquellos que acostumbramos a trabajar en disciplinas orientadas hacia lo que M. Foucault llamaba la “producción de verdad”[1]. En los tiempos que corren, hay pocas profesiones con más prestigio que el intelectual, aquel que realiza trabajo mental. En una desviación corriente, dicha persona tiene por único encargo dedicarse al ejercicio de pensar, dilucidando en el proceso las formas del bien y del mal. Hecho esto, lo demás se concibe fácil: pongan otros menos sagaces sus fuerzas a trabajar, que la solución tiene una conclusión lógica.
Nada más alejado del espíritu que la construcción de una sociedad más justa necesita. El iluminismo de unos pocos no alcanza para salvarnos a todos. En ocasiones, representa lo contrario: una forma de sumisión a una “voz autorizada” o un “saber experto”, que poca conciencia tiene de la forma en que se manifiestan los problemas. La tecnocracia, contra la que advierte Francisco[2], no es más que la institucionalización del poder de los expertos. Por el contrario, muchas de las iniciativas que más aportan se han construido “desde abajo” por “ciudadanos de a pie” -curiosa fórmula sutilmente peyorativa-, a través de un conocimiento práctico que pocas veces llega a oídos de los grandes foros. Bien nos recuerda Max Weber:
Jesús conoce dos absolutos “pecados mortales”: uno es el “pecado contra el espíritu”, que comete el escriba al despreciar el carisma y sus portadores; el otro es decir al hermano “tú, tonto”, la soberbia nada fraternal contra el pobre de espíritu[3].
Escribo este texto como un recordatorio para evitar caer en dicho letargo del que, una vez sumido, resulta difícil despertar. La tentación acecha a cada paso. Por ejemplo, en el método del Pensamiento Social Cristiano, ver-juzgar-actuar conforman una triada que difícilmente se puede descomponer en etapas sucesivas. Cuando esto ocurre, dicha reducción suele pensarse bajo la lógica de la división social del trabajo: aquel que se ha especializado en ver habrá de ver, aquel entrenado en el arte de juzgar ha de juzgar y algún otro pondrá manos a la obra. Así se termina por entender cada uno de los verbos de forma independiente (al punto que se llegan a ejercitar en distintos espacios sociales) y sin mayor consecuencia.
Por el contrario, entre los más valiosos aprendizajes que he tenido en mis cortos años en el IMDOSOC se cuentan los que han venido de las personas que pasaron por sus aulas. En la multiplicidad de las organizaciones a las que pertenecen (grupos parroquiales, empresas solidarias, movimientos sociales, organizaciones activistas…) suelen entender que la transformación de la realidad y la búsqueda de la justicia social conjugan el trinomio de forma creativa y fluida. Contrariamente a lo que uno pensaría, hay en la práctica -en el actuar- un elemento dinámico que pocas veces se reconoce. Quien se entrega a la resolución de un problema se da cuenta, muy pronto, que al momento de actuar aparecen el ver y el juzgar. Que lo que se ve mientras se actúa resulta ser muy diferente a lo que ve quien considera que su única función es ver y nada más. Que, si el juicio no se ratifica en acciones, corre el riesgo de volverse palabras en el viento.
[1] Cfr. Michel Foucault, La arqueología del saber (Buenos Aires: Siglo XXI, 2002). [2] Francisco, Fratelli tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social (México: Buena Prensa, 2020). [3] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 2a ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 372.
Referencias
Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.
Francisco. Fratelli tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social. México: Buena Prensa, 2020.
Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. 2a ed. México: Fondo de Cultura Económica, 2011.
Comments