Una persona se subió al transporte, vigilado por la lente de la cámara en la esquina. Se dirige a los demás ocupantes, les demanda sus cosas. Campante emprende la huida, pero es detenido. Caen sobre él una retahíla de golpes por doquier. Los otros, fúricos, le asestan sin descanso. La escena anterior no tiene nada de ficción. No sólo porque ocurrió el 4 de agosto y fue grabada en las cámaras, sino porque refleja una realidad cotidiana. La grabación que se viralizó en días posteriores da que pensar a propios y extraños… ¿De dónde viene tanto enojo contenido? ¿Frustración? ¿Pasiones malsanas? O podemos entrar al ámbito de la reflexión moral y preguntarnos… ¿Fue una reacción justificada?
Dejando de lado dichas reflexiones, pienso pertinente detenernos sobre el problema desde una óptica diferente. El síntoma, sabemos bien, es aquella manifestación de una alteración subyacente. No es la enfermedad por sí misma, sino sólo los “cómo” y “cuándo” se revelan. Si pensamos la escena antes descrita como un síntoma que se repite frecuentemente de una enfermedad social, quizá algo diferente podremos descubrir.
Antes que nada, debemos cuestionarnos por el origen mismo del altercado. Un buen médico desecha un mal diagnóstico, como el que algunos han propuesto cuando afirman que la reacción violenta contra el asaltante es característico de personas de poca educación y niveles de ingreso bajo. Por un lado, dicha posición es una insinuación para criminalizar la pobreza, al considerarla una condición de violencia. Por el otro lado, la información que hay a la mano no sustenta esa idea.
De la encuesta sobre Cultura Cívica de 2017, elaborada por el Instituto Electoral de la Ciudad de México, se observa que la preferencia por ejercer violencia por propia mano se encuentra distribuida a lo largo de todos los Niveles Socio Económicos (NSE) [las gráficas aquí presentadas se interpretan observando el ancho, que indica el número total de personas, y el alto, que indica el porcentaje]. Eso no significa que en la vida cotidiana la posibilidad de ejercerla sea igual. Una persona que utiliza dos horas al día (¡hay quien emplea más!) para transportarse en abarrotados vehículos se ve mucho más expuesta a sufrir robos y vejaciones que aquel que puede llegar en bicicleta por bien pavimentadas vialidades. El porcentaje de quienes aprueban emplear la Justicia Por Propia Mano [JPPM] también aumenta, aunque ligeramente, cuando consideramos a quienes han sufrido alguna clase de robo en un transporte público y previsiblemente en quienes no denuncian por desconfianza en las autoridades y porque creen que no sirve de nada.
Sin embargo, la aprobación de la JPPM, como la encuesta permite constatar, tiene gran aceptación sin importar cómo se clasifiquen los encuestados. Se trata entonces de entender la cuestión como un síntoma de una sociedad que vulnera a sus integrantes al punto en que tomar cartas en el asunto parece la opción válida para muchos. Hacer JPPM puede tener dos significados:
El primero es el más evidente. Constituye un acto de autoafirmación individual en un contexto amenazante, como un asalto. Ante la amenaza del despojo y la adrenalina, el asaltado puede volverse justiciero. Algunos afirmarán que es una reacción casi instintiva.
El segundo tiene un significado social más profundo. Expresa un acto de restablecimiento de una percepción de justicia común, como un intento temporal, acotado e inmediato, de revertir una situación injusta. Quienes emplean la JPPM defienden en el fondo (por medios violentos) una visión de la sociedad como una empresa colectiva de solidaridad de la cual una persona (el asaltante) se ha alejado. Al robarlos al descampado ha roto el pacto social que los justicieros, teniendo la oportunidad, buscan volver a constituir.
Lo preocupante de la situación es el cómo y por qué. Lo que entendieron los primeros filósofos del orden es la tensión entre imponer justicia y quebrar la comunidad (René Girard tiene muy bellas líneas al respecto), razón por la cual se crearon aparatos del Estado (juzgados y ministerios) que imparten justicia de forma impersonal. Al efectuar la JPPM, los vengadores marginan al ajusticiado y se marginan ellos mismos, además de que no logran verdaderamente resolver el problema, sino sólo apaciguar el síntoma en el momento. Restituye aparentemente la justicia, pero sólo de forma ilusoria, pues no es bajo ninguna forma conmensurable una golpiza a un celular robado. Al hacerlo, renuncian a reconducir al linchado por el camino de la solidaridad social y le dejan roto y desahuciado.
La pregunta que debemos hacernos es por qué aquellos vengadores decidieron que la sociedad en su conjunto (no sólo la policía) les tiene tan abandonados que su única posibilidad de justicia, por más vana e ilusoria, era efectuarla con sus propias manos en las precarias condiciones de un transporte público. La respuesta nos obliga a explorar las largas horas en vehículos insalubres, la indiferencia del orden político, los trabajos precarios y los tratos humillantes. Todos factores que escapan muchas veces a las notas amarillistas que sólo se enfocan en el linchamiento y el espectáculo.
Como quise expresar en estas breve líneas, en cuanto a la JPPM, lo reprobable es el ¿cómo?; lo preocupante es ¿por qué?
Alejandro Aguilar
Investigación IMDOSOC
Comments