Una fábula económica
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Una fábula económica

Por Alejandro Aguilar


Érase una vez que Tanstaafl fue hecho rey de todas las tierras. Su primer acto fue llamar a sus asesores económicos y ordenarles que escriban todo el conocimiento económico que la sociedad poseía. Después de años de trabajo, presentaron su esfuerzo monumental: 25 volúmenes, cada uno de alrededor de 400 páginas de largo. Pero en el proceso, el rey Tanstaafl se había convertido en un hombre muy ocupado por dirigir un reino de todas las tierras. Mirando los largos volúmenes, les dijo a sus asesores que resumieran sus hallazgos en un solo volumen. Desanimados, los economistas volvieron a sus escritorios, preguntándose cómo podrían resumir lo que habían sido tan cuidadosos de explicar. Después de muchos años más de reescribir, acudieron a la corte para hacer una cita para ver al rey, satisfechos con su esfuerzo de un solo volumen. Desafortunadamente, los asuntos de estado se habían vuelto aún más urgentes que antes y el rey no podía tomarse el tiempo para verlos. En su lugar les dijo que no podía ser molestado con un volumen, y les ordenó, bajo amenaza de muerte (porque se había convertido en un tirano), reducir el trabajo a una frase. Los economistas volvieron a sus escritorios, temblando en sus sandalias y ponderando su tarea imposible. Pensando sobre su destino si no tenían éxito, decidieron otorgarse una última comida. Por desgracia, cuando contaron el dinero para pagar la comida, descubrieron que estaban quebrados. El repartidor, disgustado devolvió la comida al restaurante, al tiempo que los economistas comenzaron a bajar el camino al patíbulo para su decapitación. En el camino, las palabras del repartidor resonaron en sus oídos. Miraron y de repente se dieron cuenta de la verdad. "Estamos salvado!" gritaron. "¡Eso es todo! ¡Eso es conocimiento económico en una frase!". Lo presentaron al rey, que a partir de entonces entendió plenamente todos los problemas económicos. (También les dio una buena comida.) ¿La sentencia?


There Ain’t No Such Thing As A Free Lunch (TANSTAAFL)

No hay tal cosa como una comida gratis

David Colander [1]


Aunque normalmente tenemos por cosas de la infancia, algunas fábulas han llegado a moldear el mundo. En este caso, la narración resulta una ilustración didáctica de los muchos reproches que les podemos hacer a los economistas. Con permiso de mis doctos colegas en la ciencia depresiva (“dismal science”), presentaré ahora una versión comentada del texto.


“Érase una vez que Tanstaafl fue hecho rey de todas las tierras.” Es una ingeniosa fórmula mediante la cual el escritor nos quiere persuadir de que la moraleja de su fábula es universal, sin importar lo distantes, la economía es la disciplina reina: aprende economía y gobernarás. En ese mismo tenor, al inicio de su gobierno solicita a sus asesores un tratado que condense el valioso saber, que no era poco, pues constituyó por si mismo una biblioteca entera.

El relato continúa, llevando a nuestros protagonistas a través de las tradicionales pruebas del héroe, que les orillaban a poner su intelecto a prueba: primero “25 volúmenes, cada uno de alrededor de 400 páginas de largo”, que tuvo que condensarse en uno sólo, para después reducirse a una sola frase bajo amenaza de decapitación.[2] En tan penoso apuro, los eruditos reciben una epifanía de manos del repartidor de comida: "¡Eso es todo! ¡Eso es conocimiento económico en una frase! […] No hay tal cosa como una comida gratis”. La retórica de este feliz desenlace es ingenua sólo en apariencia. En cambio, el mensaje tiene un profundo calado en dos niveles de significación.

En el nivel manifiesto, “No hay tal cosa como una comida gratis” es la conocida máxima de la nueva economía, que incluso coronó el título de un libro de Milton Friedman. En una sociedad de mercado como la que preconiza, efectivamente, toda transacción representa un costo, cualquier clase de entidad puede valorarse económicamente y, si en algún punto obtenemos algo gratis es por que alguien más lo está pagando. Esa ha sido la constante en todos los ámbitos de la teoría económica ortodoxa reciente. Incluso la economía ambiental presupone que debemos establecer costos al acceso de recursos naturales para gestionar mejor su aprovechamiento. Las economistas feministas, por su parte, se debaten a propósito de si valorar monetariamente es la mejor forma de reconocer el trabajo de cuidados de las mujeres[3]. ¿Acaso nos hemos quedado sin un horizonte utópico donde algunas cosas puedan funcionar mejor fuera de un mercado?



En un nivel latente, la narración porta un mensaje aún más radical. Tal como los eruditos de la historia, la economía se ve como formalizadora del comportamiento humano que es, en esencia, económico. Al afirmar que los 25 volúmenes de los eruditos podían reducirse a la frase del repartidor,[4] sutilmente se acepta que este último actúa de forma natural como un economista cotidiano cuyo comportamiento es sólo formalizado por los estudiosos de la economía. A través de ficciones persuasivas, que aceptamos irreflexivamente, la economía neoclásica ha instaurado un imaginario penetrante, una verdadera antropología filosófica de lo que consiste, realmente, ser humano. El homo economicus, individuo egoísta y competitivo que busca siempre maximizar su placer, es tan artificial como cualquier otro retrato de brocha gorda de la naturaleza humana, pero se vuelve una profecía autocumplida al instaurarse en nuestras fantasías.


Ante la fabulación constante que impera sobre el imaginario económico, no se me ocurre una actitud más adecuada que la que sugiere una afamada literata:


Trató de leer un texto de economía elemental; lo aburría más allá de su resistencia, era como escuchar a alguien relatando un sueño largo y estúpido. No podía obligarse a entender cómo funcionaban los bancos y demás, porque todas las operaciones del capitalismo eran tan insignificantes para él como los ritos de una religión primitiva, tan bárbara, elaborada e innecesaria. En un sacrificio humano podía haber por lo menos una belleza equivocada y terrible; en los ritos de los cambistas, donde la codicia, la pereza y la envidia se supone que mueven todos los actos de los hombres, incluso lo terrible se volvió banal.

Ursula K. Le Guin

[1] David C. Colander, Macroeconomics, 9th ed. (New York: McGraw-Hill, 2013). [2] Es otro lugar común de los textos económicos que el gobernante se haya vuelto un dictador. [3] Lo cual no es del todo una mala idea, dadas las condiciones a las que se relega actualmente. La cuestión aquí en juego es ¿qué tan lejos se puede llegar de la mano del mercado? [4] Ejemplo de lo que la ciencia económica llama menial worker, “trabajador poco cualificado”.

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