Apenas pasó el 1° de mayo con sus respectivas conmemoraciones. Todos sabemos que es el día del trabajo, celebrado desde 1886 a partir de las famosas huelgas de Chicago. Paradójicamente, es una de las más conmemoradas efemérides a lo largo y ancho del mundo en un contexto en que el trabajo es cada vez más escaso y precario. Esta situación nos mueve a la reflexión: el trabajo… ¿nos hará dignos? ¿O haremos digno al trabajo?
Un lugar común de las reflexiones sobre el trabajo es que el ser humano adquiere su dignidad laborando. El homo sapiens se vuelve homo laborans. Este discurso nació en buena medida como una justificación de la clase burguesa, que dirigían sus inyectivas contra la ociosa nobleza terrateniente que vivía a expensas de otros. En un contexto de creciente industrialización, la centralidad del trabajo era comprensible, pero es probable que en un futuro no muy lejano vivamos en una sociedad donde cada vez menos personas trabajen menos tiempo. En ese sentido vale la pena reflexionar sobre las condiciones sociales de la dignidad más allá del trabajo.
Anteriormente he argumentado en este espacio en favor de un Ingreso Básico Universal, un estipendio periódico proporcionado por el Estado a cada persona de forma incondicional. En estas discusiones la cuestión del trabajo aparece como central. La pregunta central es ¿por qué proporcionar un ingreso a personas que no trabajan? Dos respuestas se pueden ensayar frente a esta interrogante:
Por un lado, se puede argumentar, siguiendo a Philippe Van Parijs, que un ingreso básico no debe estar ligado al trabajo porque responde al valor explotado de los bienes y recursos de la tierra repartido entre los pobladores del lugar. Si en un paraje hipotético se descubre un yacimiento de petróleo, el valor generado por la venta del hidrocarburo se repartiría entre los lugareños. En caso de excluirse a los no trabajadores se les estaría violando su acceso al beneficio de esos dividendos no relacionados con el trabajo.
Hay quienes insisten, en la misma tónica que el filósofo norteamericano John Rawls, que al decidir no trabajar los renuentes están intercambiando el ocio que disfrutan por su dotación de ingresos (en otras palabras, al no trabajar también deciden no recibir el IBU). Este sería un arreglo sumamente injusto -argumenta Van Parijs- que sale a la luz en un caso extremo: imaginemos que en la comunidad, donde se excluye a los no trabajadores del ingreso básico, se descubre un yacimiento enorme de petróleo. Como consecuencia, las ventas aumentan y con ello el ingreso que recibe cada quien. Sin embargo, los renuentes a trabajar siguen disfrutando del mismo tiempo libre. Esta desigualdad demuestra la injusticia de fundar la protección social en la disponibilidad de trabajar. Además, el argumento se basa en dos premisas poco factibles: que hay suficientes empleos disponibles, cosa que normalmente no sucede, y además que todos los empleos son socialmente productivos y reconocidos.
Lo anterior parece satisfactorio en cuanto a la legitimidad del IBU, pero no cuestiona ni deconstruye la centralidad del trabajo. Simplemente, para Van Parijs, política social y trabajo deben de ir desligados. Desde una visión más radical, la del filósofo político Mark Hunyadi, la incondicionalidad del ingreso básico universal debe ir centrada en una visión engrandecida de la cooperación. Veámoslo por partes. Una visión reducida del trabajo suele distinguir entre sectores productivos y sectores improductivos de la sociedad, los primeros aquellos que realizan un trabajo, cooperan al bien común, y los segundos quienes cosechan los frutos del trabajo de los demás. Bajo una visión simple y dicotómica los receptores legítimos del IBU son fácilmente identificables.
Pero si entendemos el trabajo desde una perspectiva de cooperación ampliada, muchos trabajos que normalmente son tenidos por improductivos aparecen como relevantes o, incluso, indispensables. Sin ánimos de realizar una enumeración exhaustiva, quisiera que el lector considerara dos ejemplos: el trabajo doméstico y el trabajo de cuidados. Un mundo en que ninguna de las dos actividades fuera realizada sería un mundo mucho más caótico.
Los dos ámbitos de trabajo, desempeñados por mujeres de forma primordial, normalmente caen dentro de la esfera de “lo privado” o “lo familiar” y comúnmente se realiza sin remuneración. Algunas personas se dedican de forma paralela al trabajo formal, acumulando dos jornadas, una reconocida y otra no. Igualmente, ambas formas de trabajo contribuyen de forma sutil aunque determinante a la cooperación social en sentido amplio. El cuidado de un niño que luego se convertirá en un productivo ingeniero es trabajo invertido que posteriormente resultará muy redituable, como también el trabajo doméstico sin el cual no podría sacar su día a día adelante. Ambas formas de trabajo, normalmente invisibilizadas, podrían ser dignificados mediante el IBU.
Evidentemente esta no es una propuesta completa. En un mundo ideal, por seguir con el ejemplo, el trabajo doméstico no sólo sería compensado a través de la política social, sino requeriría un cambio total para que los hombres nos sumáramos a estas labores de forma igualitaria, repartiéndonos las cargas y el reconocimiento. El IBU podría ser cuando menos el inicio, el sueño de una sociedad más justa donde todos los trabajos sean reconocidos.
El trabajo no nos hace dignos, nosotros y nosotras debemos luchar por dignificar el trabajo, pues “ante todo, el trabajo está «en función del hombre» y no el hombre «en función del trabajo»” (Laborem Exercens, 6).
Alejandro Aguilar Nava
Preguntas y comentarios siempre recibidos en alejandro.aguilar@imdosoc.org
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