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¿Son fijas las fronteras entre lo político y lo religioso? -Parte 1- Reflexiones sobre la laicidad

Actualizado: 23 mar 2022

Por Abraham Hawley Suárez[1]



La sanción del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) a dos cardenales y a dos sacerdotes de la iglesia católica reabre un debate recurrente de la política mexicana. A saber, aquel en el que se pone de manifiesto cómo el proceder de ciertos líderes políticos o religiosos vulnera el principio histórico de separación Iglesia-Estado. Los frentes en esta discusión son por demás conocidos: por un lado, están quienes defienden la laicidad, ya que este régimen ha contribuido al reconocimiento jurídico y la protección de una serie de libertades y derechos propios de una democracia moderna; por el otro, se encuentran aquellos que denuncian el carácter restrictivo y anticlerical de la configuración de relaciones Estado-iglesias en nuestro país.



Ríos de tinta se han escrito al respecto, por lo que es poco lo que podría aportar si utilizara este espacio para abogar o posicionarme en torno a alguna de estas vertientes. En cambio, considero más fructífero aprovechar la oportunidad para clarificar (y problematizar) lo que, desafortunadamente, suele obviarse cuando nos enfrascamos en controversias que invocan la agenda de la laicidad; a saber, la naturaleza y las implicaciones de los términos del debate. Considero que en esta veta de análisis yace la oportunidad para abrir los ojos a las dinámicas de reconfiguración de los límites entre lo político y lo religioso que operan de forma permanente en la sociedad mexicana.

De acuerdo con Roberto Blancarte, la laicidad es “un régimen social de coexistencia, cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y ya no por elementos sagrados o religiosos” (Blancarte, 2012, p. 237). Asimismo, la Declaración Universal de la Laicidad en el Siglo XXI (2005, p. 154) identifica tres principios que dan razón de ser a este tipo de régimen: 1) el respeto a la libertad de conciencia; 2) la autonomía de lo político y de la sociedad civil frente a los preceptos religiosos o filosóficos privados, y 3) la igualdad y la no discriminación.


Pese a que este tipo de definiciones delinean los aspectos comunes de un régimen laico, los especialistas en la materia también advierten que en cada sociedad hay “[…] diferencias en las formas de vivir la laicidad” (Da Costa, 2011, p. 214). En el caso de México, la laicidad posee como rasgos peculiares su origen anticlerical, y su matiz liberal, “social-radical” y jurisdiccionalista (Blancarte, 2008a, pp. 152–153). Tales atributos se traducen, por ejemplo, en un marco jurídico que estipula una separación neta entre las esferas de lo político y lo religioso —especialmente en el ámbito educativo—; una preocupación por proteger las libertades individuales ante las amenazas que sobre ellas pueden ejercer algunas doctrinas religiosas, y el esfuerzo del Estado por vigilar y controlar los efectos sociales de las manifestaciones religiosas (Blancarte, 2004, p. 19, 2018, p. 320).

Más que para ofrecer un conjunto de parámetros con los cuales evaluar cualquier polémica que involucre aspectos políticos y religiosos, he traído estas definiciones a colación para evidenciar dos aspectos sobre el concepto de laicidad. Primero, que se trata de una noción de carácter normativo. Dicha condición lleva a que el analista que emplea este aparato teórico no solo efectúe una tarea de descripción, sino también de prescripción —y, con ello, de transformación— de la realidad. En otras palabras, cuando invocamos la agenda de la laicidad para sustentar nuestros argumentos no sólo damos cuenta de lo que sucede, sino que también indicamos y moldeamos cómo deberían de ser las cosas.

Personalmente, pienso que es completamente válido que un analista tenga compromisos políticos. Sin embargo, menciono este aspecto —que, a simple vista, parece trivial— porque lo que considero que puede ser más problemático es que nuestra labor de prescripción dé pie a una reificación; esto es, a la pérdida de conciencia de que nuestros conceptos son productos de la actividad humana y que, por ende, la laicidad no es ni neutral ni un rasgo natural o inherente a nuestra sociedad.

Esta reflexión me lleva al segundo rasgo que quiero enfatizar sobre la laicidad: su carácter como producto histórico. Al respecto, nada me parece más pertinente que recuperar una de las observaciones de Bourdieu, Chambordeon y Passeron (2008, p. 18) sobre las exigencias críticas de una vigilancia epistemológica; a saber, que ninguna tarea de supervisión de nuestro trabajo científico está completa si no incluye un examen de las condiciones sociales en las que emergieron las herramientas analíticas de las que echamos mano.


La laicidad no es un término aséptico, sino que forma parte de una historia de poder y de conocimiento que, en el caso de México, permitió a los políticos liberales del siglo XIX y a los revolucionarios en el siglo XX disputarle el dominio político a la Iglesia católica. Mirando más allá de las fronteras de nuestro país, el debate de la laicidad conecta con el de lo secular y el secularismo, una tradición discursiva que depende del presupuesto de que la realidad puede ser dividida en dos esferas: lo secular y lo religioso. Y a su vez, esta separación tiene intrincados lazos con otros binomios como el de lo sagrado y lo profano, o el de lo público y lo privado.


Aunque estas dos dimensiones son, por definición, radicalmente opuestas, conceptualmente depende la una de la otra. Para comprender lo que cae en el ámbito de lo secular (lo no religioso), habría que poder identificar qué es lo religioso, y es aquí donde yace el problema. Hoy en día, parece obvio que en la realidad empírica existe una sustancia universal, presente en todos los contextos geográficos y temporales, a la que puede aplicarsele la etiqueta de religión. Por ejemplo, Durkheim (1995), un clásico en los estudios sobre religión, afirmó en la introducción de Las formas elementales de la vida religiosa que su deseo por desarrollar su obra nació de su interés en lo que consideraba un aspecto “fundamental y permanente” de la humanidad; a saber, su “naturaleza religiosa” (p. 1). No obstante, un abordaje genealógico e histórico del término revela que se trata de un producto moderno y occidental moldeado principalmente a la luz del cristianismo occidental en su vertiente protestante.


En la siguiente entrada recuperaré los argumentos de autores que señalan cómo la religión fue construida conceptualmente –como un producto de Occidente– para separarla radicalmente de la política y otras esferas de la vida. Además, finalizaré la reflexión aquí iniciada sobre los alcances de la laicidad y la importancia de considerar la reconfiguración de los límites de lo religioso y lo político en México.


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[1] Maestro en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México, y licenciado en Ciencias de la Comunicación con énfasis en Comunicación Política por la UNAM. Actualmente, estudia el doctorado en Religious Studies en University of California, Santa Barbara con auspicio de la beca Fulbright-García Robles. Entre sus principales intereses de investigación se encuentran la laicidad, las teorías sobre la secularización, el papel de las religiones en la esfera pública, y la Sociología de la religión.

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